jueves, 25 de septiembre de 2008

Si no le hubiesen borrado ­la polla‏


Hace más de un año que empezó John Bryan con su perió­dico «underground» OPEN CITY en la habitación delantera de una pequeña casa de dos pisos de alquiler. El periódico se tras­ladó luego a un apartamento de enfrente, luego al distrito co­mercial de la Avenida Melrose. Pero cuelga una sombra. Una som­bra, inmensa, lúgubre. El tiraje aumenta pero la publicidad no llega como debería. Al otro extremo, en la parte mejor de la ciudad está el L.A. Free Press, ya asentado. Que se lleva los anun­cios. Bryan creó su propio enemigo trabajando primero para el L.A. Free Press y pasando su tiraje de 16.000 a más del triple. Es como organizar el Ejército Nacional y unirse luego a los revo­lucionarios. Por supuesto, la batalla no es simplemente OPEN CITY contra FREE PRESS. Si has leído OPEN CITY, sabrás que la batalla es más amplia que eso. OPEN CITY incluye a los grandes tipos, los primeros, y hay algunos muy grandes que bajan por el centro de la calle, AHORA, y son unos verdaderos mier­das, además. Es más divertido y más peligroso trabajar para OPEN CITY, que quizás sea el periodicucho más vivo de los Estados Unidos. Pero diversión y peligro no ponen margarina en la tostada ni alimentan al gato. Y renuncias a la tostada y acabas comiéndote el gato.

Bryan es el tipo de idealista y romántico loco. Se fue, o le echaron, se fue y le echaron (corrieron muchos cuentos sobre eso) de su trabajo en el Herald Examiner por oponerse a que le borraran la polla y los huevos al Niño Jesús. Esto en la portada número de Navidad. «Ni siquiera es mi Dios, es el suyo», dijo.

Así pues, este extraño romántico idealista, creó OPEN CITY «¿Qué te parece si nos haces una columna semanal?» preguntó despreocupadamente, rascándose la barba pelirroja. En fin, la verdad, pensando en otras columnas y otros columnistas, me parecía: un latazo imponente. Pero empecé, no con una columna sino con una crítica de Papá Hemingway, de A. E. Hotchner. Luego, un día. después de las carreras, me senté y escribí el título, ESCRI­TOS DE UN VIEJO INDECENTE, abrí una cerveza, y el texto, se hizo solo. No hubo la tensión ni el cuidadoso esculpido con un trocho de cuchilla roma, que hacía falta para escribir algo para The Atlantic Monthly. No había necesidad en este caso de soltar simplemente un periodismo liso y descuidado. No parecía haber: presión alguna. Bastaba sentarse junto a la ventana, darle a cerveza y dejar que saliese. Lo que quisiese salir que saliera Y Bryan nunca fue problema. Yo le entregaba el trabajo (en los primeros tiempos) y él le echaba una ojeada y decía, «vale, de acuerdo». Al cabo de un tiempo, simplemente le entregaba los papeles y él los leía; luego se limitaba a meterlos en el cajón y decía, «De acuerdo. ¿Qué se cuenta?». Ahora ni siquiera djce «De acuerdo». Me limito a entregarle el papel y eso es todo. Esto me ha ayudado a escribir. Piénsalo: libertad absoluta para escribir lo que te dé la gana. Lo he pasado bien haciéndolo, y a veces ha resultado también cosa seria; pero tuve la sensación firme, según pasaban las semanas, de que lo que escribía era mejor cada vez. Este libro es una selección de unos catorce meses de columnas.

En cuanto a acción, no tiene comparación posible con la poe­sía. Si te aceptan un poema, lo más probable es que salga de dos a cinco años después, y hay un cincuenta por ciento de proba­bilidades de que nunca aparezca, o de que versos exactos de él aparezcan más tarde, palabra por palabra, en la obra de algún fa­moso poeta y entonces sabes que el mundo no es gran cosa. Esto, por supuesto, no es culpa de la poesía; se debe sólo a que hay mucho mierda intentando publicarla y escribirla. Pero con los ESCRITOS, me sentaba con una cerveza y le daba a la máquina un viernes o un sábado o un domingo y el miércoles la cosa llegaba a toda la ciudad. Recibí cartas de gente que nunca había leído poesía, ni mía ni de ningún otro. La gente venía a mi casa (vinieron demasiados realmente), y llamaban a la puerta y me decían que ESCRITOS DE UN VIEJO INDECENTE les conectaba. Un vagabundo de la carretera se trae a un gitano y a su mujer y hablamos, fantaseamos y bebimos hasta medianoche. Una telefonista de Newburgh, N.Y., me envía dinero. Quiere que deje beber cerveza y coma bien. Me dijeron que un loco que se hace llamar «Rey Arturo» y vive en la calle de los borrachos de Hollywood quiere ayudarme a escribir mi columna. También llamó a mi puerta un médico: «Leí su columna y creo que puedo ayudarle. Yo era psiquiatra». Le eché.
Espero que esta selección te sirva. Si quieres mandarme di­nero, vale. O si quieres odiarme, también vale. Si yo fuese el herrero del pueblo no andarías en broma conmigo, pero sólo soy un viejo con algunas historias sucias. Que escribe para un periódico que, como yo, podría morir mañana por la mañana.
Todo resulta muy extraño. Piénsalo: si no le hubiesen borrado ­la polla y los huevos al Niño Jesús, no estarías leyendo esto.
En fin, que te diviertas.

Charles Bukowski; 1969

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